lunes, noviembre 18

Hay días vacíos, que no te dejan nada. Lights, sumisos, tímidos.
Hay otros especiales, trascendentales, inolvidables. Son muchos éstos días en nuestras vidas y si de cada situación cotidiana tratáramos de reflexionar más profundamente hasta descubrir algún aprendizaje podrían ser muchos más.
Uno de esos días en mi vida fue un sábado de Enero de un verano un poco más que caloroso. En la sala de espera de la Secretaría Nacional de la niñez, adolescencia y familia. Mientras aguardábamos que encuentren un hogar para madres adolescentes disponible, para Johana de 17 años, que se encontraba en situación de calle junto a su hijito David de 1 año y medio y su sobrina Sarita de 2, su madre y su padrastro. Fueron 8 hs en ese lugar que guardaba tantas historias. Mientras ella dormía, cansada, con miedo y ansiedad, entre tantos trabajadores sociales, psicólogos y abogados, aparece un niño. Le decían "el petiso orejudo", así que imaginé que no era de esos que entran en el estereotipo socialmente aceptado: No era un nene tranquilo, que sale a jugar a la puerta de casa y pasa muchas horas sentado frente a la televisión ahorrándoles la tarea de la "educación" a sus padres(Entre comillas porque claramente la tv es lo más lejano a educar). Él no se portaba bien en lo absoluto. Pero tenía los ojos más tristes que ví en un niño de su edad (Y eso que vi muchas de esas miradas).

-¿Cómo te llamas? -Le pregunté cuando no había gente dando vueltas en los pasillos
-Jesús -Me dice algo tímido.
-¿Vos también estás esperando para que te lleven a un hogar?
-No, yo vengo de uno. Me quieren llevar porque me escapé pero yo no quiero volver.

En ese momento me dí cuenta que la charla iba a ser más profunda, tenía ganas de hablar y lo invité a sentarse al lado mío para que se sienta más cómodo y demostrarle que quería escucharlo.
Me contó su historia. Se había ido de la casa porque su madre era muy violenta y vivió un tiempo en Plaza Once. Ahí conoció las drogas y mucha gente que no lo cuidó ni le brindó el amor que él buscaba al escaparse de su casa. Su adicción al paco y al pegamento hicieron que empiece siendo un mini punga más, hasta que en sus manos pusieron navajas y luego armas.
Con sólo 12 años me hablaba como alguien de 40, narrando las convulsiones que tuvo estando internado en rehabilitación. Y sufría, sufría mucho al recordar su pasado, pero orgulloso me decía que hacía un mes ya no consumía.
Pero quería volver a la calle.
No quería estar en hogares donde varias veces lo echaron por problemático cuando él decía que nunca había hecho nada más que agarrarse a piñas alguna que otra vez cansado de ser acusado siempre. Estaba cansado de que siempre le echen la culpa de todo y no poder defenderse. Según él era una cárcel. Convivía con otros pibes que habían querido matar a su hermano y se la tenían re jurada. Por eso se fue. Sentía en la calle más seguridad que en el propio hogar. Y esperaba, en la misma sala que nosotras, todo lo contrario: que lo dejen seguir durmiendo en una plaza.
Solamente lo vi reír una vez, después de decirle que justamente Jesús le fueron a poner mientras me contaba que se drogaba desde los 8. En ese momento, al ver sus ojitos achinados, volví a la realidad: Era un niño. Uno con una vida dura, triste y solitaria. Sin el amor, el apoyo y la protección de una madre, sin la contención de una familia. No sólo necesitaba un techo, sino miles de abrazos, muchas chocolatadas a la tarde, muchos juegos. Mucho amor.
Jesús no tuvo ningún beso de las buenas noches. No tuvo besos, ni noches buenas. No tuvo alguien que le prepare el desayuno o lo lleve a la escuela para después preguntarle cómo le fue y felicitarlo por cada pequeño logro. Cosas tan simples, que al tenerlas nosotros y también todos los que nos rodean, nos parecen naturales. Por eso, cuando se indignan porque defiendo a esos pibes, porque no estoy a favor de que se baje la edad de imputabilidad, cuando me dicen que algún día me van a robar si sigo hablando con cualquier nene en la calle, cuando les causa gracia que a veces llore cuando veo a una criatura en un tren o pidiendo monedas y me traten de hipersensible(aunque lo soy), me resulta imposible explicar con palabras lo que siento cuando veo que a un niño le arrebatan la niñez. "Nada vale si hay un niño en la calle" canta la Negra con mucha razón y lo recuerdo todos los días.
Desde esa tarde, antes de juzgar lo recuerdo a Jesús. Tan chiquito, con toda una vida por delante, con miles de sueños que tiene por cumplir (Como el de ser policía "cuando sea grande"). Cada vez que me duele la cabeza por leer y leer pienso en él y en cada uno de los tantos que conocí en el camino. Y todo vale la pena por estos pibes. Dónde estarán ahora esas pequeñas almas. Seguirán en la calle? Estarán en la escuela o en algún hogar? Seguirán pasando frío en el invierno?
Me pregunto si al fin podrán jugar.

No hay comentarios: