lunes, noviembre 18


El peor analfabeto es el analfabeto político.

Él no oye, no habla, no participa de los acontecimie
ntos políticos.
Él no sabe que el costo de vida, el precio del poroto, del pan, de la harina,del vestido, del zapato y de los remedios, dependen de decisiones políticas.
El analfabeto político es tan burro que se enorgullece y ensancha el pecho diciendo que odia la política.
No sabe que de su ignorancia política nace la prostituta, el menor abandonado y el peor de todos los bandidos que es el político corrupto, mequetrefe y lacayo de las empresas nacionales y multinacionales.
Hay muchos hombres que piensan que a nosotras nos sube el autoestima que cuando vamos caminando por la calle, nos muestren desde sus autos como nos practicarían sexo oral o nos griten las cosas que le harían a nuestro culo. Una cosa es decirlo de una forma amable o con humor, pero ¿Cual es la gracia de seguirnos en la calle, parar los autos o las motos en las esquinas cuando estamos por cruzar, acercarse con cara de violador y decirnos cosas asquerosas? Que yo sepa, cuando salgo a bailar, tampoco me pongo un cartel en el culo que diga: TOQUENME QUE ME CALIENTA. Qué es lo gracioso de hacerte el boludo, tocarme el culo y mirar para otro lado? Virgo de mierda.
Respeten un poco, controlen esas putas hormonas y su sobredosis de semen que les perturba el cerebro y los hace actuar como animales.
Muchos se olvidan que no nacieron de un repollo, que sus madres son mujeres también.
Hay días vacíos, que no te dejan nada. Lights, sumisos, tímidos.
Hay otros especiales, trascendentales, inolvidables. Son muchos éstos días en nuestras vidas y si de cada situación cotidiana tratáramos de reflexionar más profundamente hasta descubrir algún aprendizaje podrían ser muchos más.
Uno de esos días en mi vida fue un sábado de Enero de un verano un poco más que caloroso. En la sala de espera de la Secretaría Nacional de la niñez, adolescencia y familia. Mientras aguardábamos que encuentren un hogar para madres adolescentes disponible, para Johana de 17 años, que se encontraba en situación de calle junto a su hijito David de 1 año y medio y su sobrina Sarita de 2, su madre y su padrastro. Fueron 8 hs en ese lugar que guardaba tantas historias. Mientras ella dormía, cansada, con miedo y ansiedad, entre tantos trabajadores sociales, psicólogos y abogados, aparece un niño. Le decían "el petiso orejudo", así que imaginé que no era de esos que entran en el estereotipo socialmente aceptado: No era un nene tranquilo, que sale a jugar a la puerta de casa y pasa muchas horas sentado frente a la televisión ahorrándoles la tarea de la "educación" a sus padres(Entre comillas porque claramente la tv es lo más lejano a educar). Él no se portaba bien en lo absoluto. Pero tenía los ojos más tristes que ví en un niño de su edad (Y eso que vi muchas de esas miradas).

-¿Cómo te llamas? -Le pregunté cuando no había gente dando vueltas en los pasillos
-Jesús -Me dice algo tímido.
-¿Vos también estás esperando para que te lleven a un hogar?
-No, yo vengo de uno. Me quieren llevar porque me escapé pero yo no quiero volver.

En ese momento me dí cuenta que la charla iba a ser más profunda, tenía ganas de hablar y lo invité a sentarse al lado mío para que se sienta más cómodo y demostrarle que quería escucharlo.
Me contó su historia. Se había ido de la casa porque su madre era muy violenta y vivió un tiempo en Plaza Once. Ahí conoció las drogas y mucha gente que no lo cuidó ni le brindó el amor que él buscaba al escaparse de su casa. Su adicción al paco y al pegamento hicieron que empiece siendo un mini punga más, hasta que en sus manos pusieron navajas y luego armas.
Con sólo 12 años me hablaba como alguien de 40, narrando las convulsiones que tuvo estando internado en rehabilitación. Y sufría, sufría mucho al recordar su pasado, pero orgulloso me decía que hacía un mes ya no consumía.
Pero quería volver a la calle.
No quería estar en hogares donde varias veces lo echaron por problemático cuando él decía que nunca había hecho nada más que agarrarse a piñas alguna que otra vez cansado de ser acusado siempre. Estaba cansado de que siempre le echen la culpa de todo y no poder defenderse. Según él era una cárcel. Convivía con otros pibes que habían querido matar a su hermano y se la tenían re jurada. Por eso se fue. Sentía en la calle más seguridad que en el propio hogar. Y esperaba, en la misma sala que nosotras, todo lo contrario: que lo dejen seguir durmiendo en una plaza.
Solamente lo vi reír una vez, después de decirle que justamente Jesús le fueron a poner mientras me contaba que se drogaba desde los 8. En ese momento, al ver sus ojitos achinados, volví a la realidad: Era un niño. Uno con una vida dura, triste y solitaria. Sin el amor, el apoyo y la protección de una madre, sin la contención de una familia. No sólo necesitaba un techo, sino miles de abrazos, muchas chocolatadas a la tarde, muchos juegos. Mucho amor.
Jesús no tuvo ningún beso de las buenas noches. No tuvo besos, ni noches buenas. No tuvo alguien que le prepare el desayuno o lo lleve a la escuela para después preguntarle cómo le fue y felicitarlo por cada pequeño logro. Cosas tan simples, que al tenerlas nosotros y también todos los que nos rodean, nos parecen naturales. Por eso, cuando se indignan porque defiendo a esos pibes, porque no estoy a favor de que se baje la edad de imputabilidad, cuando me dicen que algún día me van a robar si sigo hablando con cualquier nene en la calle, cuando les causa gracia que a veces llore cuando veo a una criatura en un tren o pidiendo monedas y me traten de hipersensible(aunque lo soy), me resulta imposible explicar con palabras lo que siento cuando veo que a un niño le arrebatan la niñez. "Nada vale si hay un niño en la calle" canta la Negra con mucha razón y lo recuerdo todos los días.
Desde esa tarde, antes de juzgar lo recuerdo a Jesús. Tan chiquito, con toda una vida por delante, con miles de sueños que tiene por cumplir (Como el de ser policía "cuando sea grande"). Cada vez que me duele la cabeza por leer y leer pienso en él y en cada uno de los tantos que conocí en el camino. Y todo vale la pena por estos pibes. Dónde estarán ahora esas pequeñas almas. Seguirán en la calle? Estarán en la escuela o en algún hogar? Seguirán pasando frío en el invierno?
Me pregunto si al fin podrán jugar.


Los hombres nunca van a entender que se siente ir por la calle y que te digan las cosas más asquerosas que pensaste que podrían decirte alguna vez, tener que callarte, agachar la cabeza y caminar más rápido, pasar momentos de mierda, nunca van a entender el miedo de que un auto te siga una, dos cuadras hablando de lo que le haría a tu culo. No saben lo que se siente que cualquiera se sienta con el derecho de tocarte en un boliche porque te pones una pollera, porque "provocas". No tienen ni idea de los traumas que te dejan cuando desde muy chica tenes que cruzarte con enfermos que pelan la chota o se tocan mirándote en el medio de la calle. Hay un límite entre lo que es gracioso y lo que asusta y muchos hombres no tienen ni un poco de tacto a la hora de expresarnos que les parecemos atractivas...
Y esto nos pasa a todas, gordas, flacas, altas, petisas, niñas, adolescentes, todas sufrimos estos tipos de acoso. El día que legalicen la tenencia de picanas en pro de defender nuestra integridad física y psíquica de estos enfermos con esperma contenido y asquerosa verborragia voy a ser la primera en disfrutar de picanearles las bolas.

Me enseñaron la vergüenza.

Me enseñaron a avergonzarme de mi cuerpo, de mis actos, de mis pensamientos.
Me enseñaron que lo que pienso es absurdo, que lo que hago es ridículo, que lo que deseo es sucio.
Y aprendí a no decir lo que pensaba, por vergüenza de que alguien a mi alrededor pensara algo mejor.
Y aprendí a no hacer lo que me apetecía, por vergüenza de que alguien a mi alrededor creyera que era inoportuno.
Y aprendí a no perseguir lo que deseaba, por vergüenza de que alguien a mi alrededor opinara que era inapropiado.

No contenta con someterme a la mirada externa, me plegué también a la vergüenza ajena.

Y aprendí a preguntarle a la vergüenza cómo vestirme, no vaya a ser que alguien pensara que voy buscando gustar, destacar. Y aprendí a escuchar a la vergüenza al desnudarme, no vaya a ser que me sintiera cómoda en mi cuerpo, y me acostumbrara a enseñar(me)lo sin miedo. Y aprendí a consultar con la vergüenza antes de abrir la boca, no vaya a ser que dijera sin filtro lo que me pasa por la cabeza, y se enterara la gente.
Y dejé de bailar, de reír a carcajadas, de rascarme el culo, de preguntar lo que no entiendo, de opinar lo que pienso, de compartir lo que siento, de pedir ayuda, de ponerme faldas, de ir a la playa, de comer o llorar en la calle, de ir sin sujetador, de pintarme, de salir sin pintar, de bajar a la calle despeinada, de usar esa ropa que dicen que no me pega nada, de llamar a quien echo de menos, de tomar la iniciativa, de decir que no, de decir que sí, de quejarme, de vanagloriarme, de estar orgullosa, de admitir que estoy asustada.
Y, a base de sentirme cada día más avergonzada, entendí que mi vergüenza nunca iba a sentirse saciada. Que toda la vida iba a imponerse entre yo y mi representante impostada. Así que busqué a mi sinvergüenza interna. Y le costó salir un poco, le daba vergüenza. Pero acabó sacándome a bailar, haciéndome dúo al cantar, saliendo conmigo a la calle con la cara sin lavar, animándome a hablar, a ignorar las cosas que me deberían avergonzar...
Y ahora no tengo tiempo para sentir vergüenza. Estoy ocupada viviendo.